Transitamos por un mundo de hilos invisibles que a veces se enredan y tropezamos; otras nos sirven de lianas que estábamos anhelando para saltar asegurados, como si no supiéramos ya de sobra que no hay nada seguro.
Sonreíamos, dándonos la espalda, entre el barullo y los hilos brillaban, cedían, se hacían tejido de cuna, mullida hamaca de dicha. Algunas veces llorábamos de pena o rabia y la bobina se tensaba, como fino alambre que parecía enrollarse a los cuellos con el fin de ahogarnos. Cada uno disfrutaba o agonizaba según pasaba la vida en su parcela vallada por la maraña de cables que no era si no uno, largo, delgado, infinito, terriblemente liado que nos tenía conectados, aunque aún no lo sabíamos.
Mirábamos a los lados sin vernos, nos buscábamos sin encontrarnos. Hablábamos a terceros tú de mí y yo de ti, sin ponernos cara, ni voz, ni nombre. Con la ilusión de quien narra hazañas imposibles que siente realizables, con la crudeza de la inocencia ultrajada, la timidez que da el fantasear ante otros que puedan tacharte de loco, aun con la certeza de que no queríamos vivir exudando cordura.
Nos descubrimos, ahora sé que era inevitable, tirando cada uno de su extremo, con intensidades distintas pero con el mismo ansia y así, queriendo acercarnos, nos cercamos. Mientras, enganchados, transmitimos en estéreo. No estamos acostumbrados y acojona. Todo es tan sencillo como queramos hacerlo, tan difícil como nos empeñemos en complicarlo. Y así van surgiendo los pasos que no se caminan porque se deslizan solos, como bailados, como movidos por una corriente de energía que ya estaba allí antes y no cesará por nosotros.