En cada uno de sus extremos crece la maleza, agarrada ferozmente a lo que fue a estructura férrea, atraviesa lo que fue un caudaloso Río Piedras, hoy en día un riachuelo con el fondo de lodo, a su alrededor plantas salvajes por donde sapos que se quedaron sin ser píncipes esperan los besos de alguna princesa.
El puente tiene una inscripción, con la fecha 1931, sí que ha llovido, aunque no tanto como para desbordar la presa que construyeron más abajo, años después.
Allí de pie me pregunto cuántas vidas esperaron el tren que pasaba sobre él. Cuántos anhelos antes de una guerra que dividió un país que ya no la recuerda.
No sé qué intereses hubieron para que desapareciera aquella línea ferroviaria, imagino que la construcción de la carretera, la magnífica y carísima autopista pudo con el romanticismo del traqueteo de las locomotoras y sus vagones. Sin duda una pena. Y una muestra más de que el capitalismo puede chocar de frente contra un tren y hacerlo descarrilar.
Y el puente mudo sin poderse quejar de que lo han dejado solo, en mitad de un paisaje en el que su metal desentona, pero que sin él, ahora, ya no tendría sentido.
Veintiochomil y pico atardeceres sobre El Puente de La Tavirona, al que yo llamo, el puente de El Olvido.