Pasó de niña a mujer con grandes zancadas, se prometió no pararse a disfrutar el tiempo hasta que no tuviera poder y éxito, fuera cual fuera su precio. La ambición tomó cuerpo en su cuerpo. Así se convirtió en la mujer mosquito, que para vivir necesitaba exprimir la energía de otros y así hacer su hábitat propio, succionar los pensamientos, las ideas, convertir las alegrías en penas, en definitiva: asegurarse seguir creciendo; sólo que ella no chupaba la sangre, se abastecía de las carteras, las cuentas corrientes, las cajas fuertes, todo lo material que sus víctimas tuvieran.
No era consciente en su aleteo continuo, frenético, que sus víctimas le irían repudiando, al darse cuenta de sus oscuros objetivos, se irían alejando de ella. Pero la soledad no era si no otra escala en su alto vuelo. Y ella estaba dispuesta a todo por llegar a su meta.
Quizá no fuera consiente que la ambición desmedida se llama avaricia, y es dañina para la egolatría, pues como un adicto a cualquier vicio, siempre quieres más, y el inconformismo exagerado está reñido con la autoestima.
La mujer mosquito se fue quedando sola, sus amantes se volvieron esquivos, sus hijos la dejaron de lado, sus amigos, si es que alguna vez los tuvo, permanecieron ocultos.
La mujer mosquito se fue marchitando. Podrida por dentro llevaba años, pero ahora los efectos de esa putrefacción se dejaban ver en su rostro, arrugas rellenas de maquillajes caros surcaban las comisuras de sus labios en dirección a la barbilla, y le daban una expresión más siniestra.
Quiso pasar de mosquito a libélula (otro insecto pero más estilizado), se sometió a diferentes intervenciones, pero aun no han inventado el lifting para el alma, ni las liposucciones de malos sentimientos, y aunque hermosa por fuera, seguía siendo un vejestorio amargado y decrépito por dentro.
La última vez que la vieron, cuentan que colgaba del brazo de un hombre algo mayor que ella, y que le susurraba sus caprichos a cambio de placeres carnales. Otro pobre incauto que caía rendido ante ella, ante esa seguridad aplastante que uno no sabría si odiar o admirar. Desde luego nadie que conozco querría ser como ella: un parásito de vanidades, vector de infecciones para corazones leales, derramador de lágrimas, vertedor de sufrimiento.
Y todos saben, todos sabemos que morirá sola, aplastada por un manotazo del destino que se encarga de que cada uno reciba lo que merece. No, nadie envidia su vida, por muchas riquezas que tenga, por muchos ceros que haya en su libreta del banco, por sus trajes carísimos y su estética perfecta. Pero nadie la envidia que es lo que ella hubiera querido, lo que ansiaba desde el nacimiento de sus alas.